‘Acapulco de mis amores’

Por: Moisés Gómez

Estaba el otro día viendo un video del mar y recordé con nostalgia el lugar donde nací: Acapulco, Guerrero, México.

Tengo casi cuatro años que no voy, y 23 de ya no vivir allí; y, aunque debiera de ya no extrañarlo, sigo anhelando volver de vacaciones para visitar viejas amistades y, sobre todo, nadar en sus azules playas del pacífico.

En Acapulco nunca hace frío. Es uno de los destinos turísticos que todos los que vivimos en tierras gélidas deseamos visitar en la época de invierno. Es tanta la historia de este paradisiaco lugar —películas, romances, etc.— que aún y cuando es uno de los lugares más violentos en México, el turismo sigue llegando y enamorándose de sus playas, comidas y gente.

Acapulco lo llamo como muchos de los que han crecido allí lo llaman: «Acapulco de mis amores». Pero ese amor queda solo en el recuerdo y la nostalgia porque desde hace muchos años que dejó de ser mi hogar.

Yo salí de allí a la edad de 17 años (Ver: De migración y otras cosas); y ya tengo 40. Tengo en Minnesota los mismo años que tengo de casado, ocho; y considero este hermoso estado como mi hogar. De aquí es mi esposa, aquí nacieron mis tres hijos, aquí encontré una linda iglesia y grandes amigos. Aquí fue donde Dios ya me tenía destinado vivir.

¿Y por qué escribo estas líneas? He estado siguiendo de cerca el caso del joven hondureño Armando Miranda, quien enfrenta una orden de deportación, pero que por la intervención de políticos, sus abogados, la iglesia y su esposa Mirna, pudieron lograr un amparo de seis meses para que él continúe en este país viendo por la salud de su primogénito, Jairo.

Armando me ha enseñado que nunca hay que rendirnos. Siempre hay que pelear hasta el último minuto. Armando tiene 14 años —o más—, viviendo en Minnesota y, aunque como yo, él seguramente extraña a su «amada Honduras», su hogar es aquí en esta tierra vikinga. Aquí es donde conoció a su hoy esposa con quien tiene dos hermosos hijos. Aquí es donde creó su primer compañía para poder trabajar con dignidad y de acuerdo a la ley. Aquí fue donde su corazón encontró el amor de Dios y tomó la decisión de aceptarlo y hacer de su hijo, Jesucristo, su Señor y Salvador. ¡Aquí!

Como migrante me siento identificado con Armando porque yo también decidí dejar mi terruño para seguir a la que hoy es mi esposa. He abrazado esta cultura, me he aferrado a ella y no deseo soltarme. Creo que los millones de inmigrantes que cohabitan en suelo estadounidense concidirán conmigo.

Deseo que la situación de Armando se resuelva. Deseo que la condición médica de Jairo se sane. Deseo que Estados Unidos pueda realizar una reforma migratoria que mantenga unidas a las familias y no que las disgregue. Deseo que todos cumplamos la ley y que nadie esté por encima de la misma. Deseo que Dios vuelva a ser el centro de esta gran nación.

Pero, mientras todos esos deseos, vanos si así los quieres llamar, se cumplen, espero que tú y yo contribuyamos a construir una mejor comunidad, un mejor estado, un mejor país y un mejor mundo.

Nos leemos en la próxima. Me despido con la frase que usa mi papá cuando responde al teléfono: ¡PARA SERVIR!

Tu amigo: Moy.

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