Viajaba el otro día a Ciudad Acuña, Coahuila, en México, cuando me di cuenta que mi corazón palpitaba cada vez más fuerte mientras me acercaba a la frontera con mi país natal. Fue una sensación indescriptible, pero que seguramente aquellos que han viajado a su país de origen saben a lo que me refiero.
Estando en México pude seguir el peregrinar del contingente Centroaméricano con su sueño utópico de llegar a la tierra prometida. Fue mientras veía las imágenes de lo que algunas personas de este movimiento están ocasionando en mi país, México, que recordé sobre los movimientos migratorios que a través de la historia se han vivido (ver Grandes migraciones de la historia. Hacia la tierra prometida)
Yendo más allá, comprendí que en un momento dado yo tuve que hacer mis propias migraciones. A los 17 años emigré de mi ciudad natal, Acapulco, en el estado de Guerrero hacia el noreste de México. Mi llegada fue a Morelos, Coahuila, donde viví dos años; posteriormente emigré a Piedras Negras, del mismo estado, donde viví otros dos años. Fue en el 2001 cuando fuí a vivir a Saltillo, Coahuila, donde recibí mi educación universitaria y mi entrada al campo del periodismo. Emigré a Monterrey, Nuevo León donde ejercí mi profesión por siete años antes de conocer a la que es mi esposa, Minda. Fue cuando tuve que tomar la decisión más importante sobre mi propia migración —y lo digo porque hasta ese entonces solo lo había hecho dentro del territorio mexicano—. Fue el amor hacia mi esposa que me llevó a emigrar a los Estados Unidos. Han sido siete años ya los que he vivido en este país, tratando de hacer todo lo correcto —de acuerdo a las leyes del país de las barras y las estrellas—y gozando del amor y cobijo de una nación que también se ha forjado con migrantes.
Vivimos en un estado el cual fue invadido por la migración masiva de los Vikingos que salieron en una expedición de exploración y conquista, mucho antes de lo que conocemos como el «descubrimiento de América», y desde ese día, y hasta hoy, Minnesota sigue nutriéndose de las nuevas generaciones de esos migrantes, pero también de los que pisan por primera vez tierras vikingas.
Así es que, bajo esta reflexión, pude comprender que en la vida seguirá habiendo numerosas migraciones buscando la «tierra prometida» y que yo he sido parte de ello. A la reflexión personal que llego es que, como migrante de un país al cual ahora le rindo honores (EE. UU.), mi deber es y será siempre conservar el privilegio de ocupar un espacio en este territorio mientras me conduzco hacia la morada eterna donde nunca más me consideraré un migrante.
Para servir:
Moisés Gómez