Por: RGO.-
El Predestino es de origen divino y el Destino es de carácter humano.
Por Predestino hemos de entender el plan redentor eterno de Dios para el hombre, pues lo que Él desea desde siempre es que éste se arrepienta sinceramente de sus pecados y crea en su hijo Jesucristo como su único, personal, suficiente, bastante y sobrante Salvador (Ezequiel 33:11a; 2 Pedro 3:9). Y por Destino, la decisión voluntaria del hombre de aceptar o rechazar dicho predestino.
Dios, al hacer al hombre, lo constituyó un ser completamente libre en sus actitudes y acciones, lo que significa que no lo puede obligar en nada ni por nada ni para nada. Por ello se aplica aquí muy bien el dicho campesino, «se puede llevar el caballo al agua, per no obligarlo a beber».
Por tanto, habiendo Dios creado el cielo para el hombre y el infierno para el diablo y sus demonios (Mateo 25:34, 41), dependerá dónde determine ir el hombre. Esto lo ilustra perfectamente el principio mexicano de la política exterior: «no intervención y libre determinación de los pueblos».
Así que el pasaje y el principio claramente responsabilizan al hombre de sus hechos y descartan la absurda idea de que Dios es es quien salva a algunos y condena a otros, amparándose fuera de contexto en la expresión bíblica de Romanos 9:13, «A Jacob amé y a Esaú aborrecí».
Es evidente, entonces, que el hombre es labrador de su propio destino eterno, no obstante el predestino divino salvífico.
Con sobrada razón, pues, el pensamiento teológico «la salvación es universal en su ofrecimiento y personal en su aceptación», lo que anula el necio y rancio universalismo que pregona que Dios ha de salvar y condenar a los que Él quiere sin necesidad de que se les hable de Cristo o aunque se les hable.∞